*
Conocí a mi hijo en un quirófano, como a las ocho de la mañana. La primera visión fue insospechada: él estaba siendo sacado del vientre de su madre a través de una incisión, el doctor tironeaba con fuerza, pero al fin salió al mundo recubierto de grasa y coágulos. No hubo llanto.
Una enfermera gorda le retiró las gruesas capas de esa grasa azulosa que digo, lo acicaló, lo cambió, lo pesó y me lo entregó. Él me veía a los ojos o parecía que me veía; hubo en mí una especie de descanso y un sentimiento nuevo pero, debo ser sincero, tampoco hubo llanto.
Con el tiempo nuestros lazos se han hecho cada vez más y más fuertes; así ahora es que me pregunto ¿cómo es posible que un pingajo de sangre y babas me haya emocionado tanto como el fuego, que me haya hecho sentir las intuiciones más dulces y más cortantes de mi vida? Dios bendiga para siempre ese instante nuestro.
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Mi hijo gusta de la compañía y la requiere. Apenas su madre o yo nos alejamos, su rostro se descompone en llanto y agita los brazos como un náufrago ante su última esperanza; luego sucede que retornando alguno de los dos, una sonrisa le ilumina la cara y de nuevo los bracitos se agitan, de un modo distinto, como festivo; brinca y da de gritos y el encuentro culmina en apretones y besos. Lo anterior me dice mucho de la vida y de mi vida, pues: nada es tan esencial a la persona como la compañía y el fruto de esa presencia compartida no puede ser otro que el abrazo.
Conocí a mi hijo en un quirófano, como a las ocho de la mañana. La primera visión fue insospechada: él estaba siendo sacado del vientre de su madre a través de una incisión, el doctor tironeaba con fuerza, pero al fin salió al mundo recubierto de grasa y coágulos. No hubo llanto.
Una enfermera gorda le retiró las gruesas capas de esa grasa azulosa que digo, lo acicaló, lo cambió, lo pesó y me lo entregó. Él me veía a los ojos o parecía que me veía; hubo en mí una especie de descanso y un sentimiento nuevo pero, debo ser sincero, tampoco hubo llanto.
Con el tiempo nuestros lazos se han hecho cada vez más y más fuertes; así ahora es que me pregunto ¿cómo es posible que un pingajo de sangre y babas me haya emocionado tanto como el fuego, que me haya hecho sentir las intuiciones más dulces y más cortantes de mi vida? Dios bendiga para siempre ese instante nuestro.
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Mi hijo gusta de la compañía y la requiere. Apenas su madre o yo nos alejamos, su rostro se descompone en llanto y agita los brazos como un náufrago ante su última esperanza; luego sucede que retornando alguno de los dos, una sonrisa le ilumina la cara y de nuevo los bracitos se agitan, de un modo distinto, como festivo; brinca y da de gritos y el encuentro culmina en apretones y besos. Lo anterior me dice mucho de la vida y de mi vida, pues: nada es tan esencial a la persona como la compañía y el fruto de esa presencia compartida no puede ser otro que el abrazo.